En 1962, tenía yo apenas cuatro años, el Santos jugó contra River en el Monumental. Pelé era la gloria del fútbol mundial que no dejaba de sorprenderse con la magia de su juego.
Mis padres me llevaban a todos lados –en honor a la verdad, yo no me quedaba con nadie de modo que estar siempre con ellos era la única opción– y, por supuesto, también me llevaron a ver River-Santos.
Poco importaba qué se estaba disputando, la gente iba a verlo a Pelé. Tengo el vago recuerdo de un estadio repleto, de hombres corriendo en camisetas blancas, de gritos y exclamaciones. De hecho, fue la primera vez que sentí la potencia que tiene una exclamación multitudinaria y, de alguna manera, percibí la fuerza incontenible que puede desencadenar la acción conjunta.
También recuerdo que la alegría podía respirarse. Tenía densidad y espesor.
A partir de ese día, cada vez que volví a un estadio, ya fuese para un partido de fútbol o para un concierto, tuve la misma sensación de fiesta, de energía que, a partir de un punto, se expande y se contagia hasta tocar nuestro interior.


Festa do interior. Gal Costa

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