En 1962, tenía yo apenas cuatro años, el Santos jugó contra River en el Monumental. Pelé era la gloria del fútbol mundial que no dejaba de sorprenderse con la magia de su juego.
Mis padres me llevaban a todos lados –en honor a la verdad, yo no me quedaba con nadie de modo que estar siempre con ellos era la única opción– y, por supuesto, también me llevaron a ver River-Santos.
Poco importaba qué se estaba disputando, la gente iba a verlo a Pelé. Tengo el vago recuerdo de un estadio repleto, de hombres corriendo en camisetas blancas, de gritos y exclamaciones. De hecho, fue la primera vez que sentí la potencia que tiene una exclamación multitudinaria y, de alguna manera, percibí la fuerza incontenible que puede desencadenar la acción conjunta.
También recuerdo que la alegría podía respirarse. Tenía densidad y espesor.
A partir de ese día, cada vez que volví a un estadio, ya fuese para un partido de fútbol o para un concierto, tuve la misma sensación de fiesta, de energía que, a partir de un punto, se expande y se contagia hasta tocar nuestro interior.


Festa do interior. Gal Costa

Segunda mitad de la decada del 80. Yo todavía soñaba. Hablaba de amor. Creía en la eternidad como sólo pueden creer en ella los muy jóvenes, los que no piensan que la esperanza es una forma de vida ni la fe un principio irrenunciable. Como sólo pueden creer los que no necesitan recurrir ni a la esperanza ni a la fe. Tenía hijos chicos. Apostaba a una vida larga en compañía de quien entonces era mi marido. Fuimos juntos a ver ese concierto. En primera fila. Mientras cantaba, Silvina Garré se acercó al borde del escenario y, de alguna manera, sentimos que soltaba su voz en esta canción sólo para nosotros.
Pasaron muchos años. Pasaron tantas cosas. Tanto tiempo y tantas cosas para descubrir que el dueño de la ilusión no es el ilusionista sino el que, al otorgarle estatuto de verdad, se transforma en protagonista de la magia. 


Canción del pinar. Silvina Garré

Más de una vez, la literatura me llevó a la música. La primera vez que leí poemas de Alejandra Pizarnik no había terminado la escuela primaria. Ni siquiera sé cómo llegué a ella, tan inadecuada para esa edad. Sólo recuerdo que se trató de un recorrido y una palabra me llevó a otra y esa a otra más y esa otra más a Pizarnik. Precisamente de su mano, a partir de este poema, llegué a Janis Joplin y al desgarro de su voz, muy parecido al desgarro del alma de Alejandra:


Para Janis Joplin
                                                  
a cantar dulce y a morirse luego no:
a ladrar.
así como duerme la gitana de Rousseau
así cantás,
más las lecciones de terror.
hay que llorar hasta romperse
para crear o decir una pequeña canción,
gritar tanto para cubrir los agujeros de la ausencia
eso hiciste vos, eso yo.
me pregunto si eso no aumentó el error.
hiciste bien en morir.
por eso te hablo,
por eso me confío a una niña mostruo.



To love somebody. Janis Joplin

Hace más de treinta años, esta canción me emocionaba. Aunque en ese entonces no vivía en Buenos Aires sino en el Conurbano, me sentía atada a Buenos Aires por nacimiento y por elección.
Buenos Aires es para mí ese pedacito chiquito de un país que a veces es, como dice la letra de este tema, esquivo para corresponder el amor. Una ciudad cuyos habitantes suelen vivir mirando hacia afuera al punto de llegar a olvidarse de quiénes son y adónde pertenecen.
Con el tiempo volví a mi ciudad. La que tiene rincones increíblemente bellos. La que más de una vez me hace enojar. La que me permite ser yo: argentina y porteña. Donde miro hacia arriba para ver los edificios, donde me reconozco en la cara de la gente. 
La ciudad en la que puedo perderme sin perderme. Y en la que me pierdo para encontrarme.   
Esta canción todavía me emociona. Y hoy, mucho más.



Yo vivo en una ciudad. Fabiana Cantilo

Desde jardín de infantes –todavía no se llamaba preescolar– a cuarto grado fui a una escuela hermosa. Tenía jardines y patios enormes para jugar, calefacción, ascensores, pileta de natación, una terraza con torres, retoños de varios árboles históricos bajo los cuales había una placa conmemorativa, un verdadero teatro para los actos y un museo lleno de maravillas para inspeccionar...
Recuerdo haber escrito con prolija aplicación en las carátulas de mis cuadernos el nombre de la directora: Martha A. Salotti. Por supuesto, en ese momento no tenía idea de quién era esa notable pedagoga, heredera cultural de Rosario Vera Peñaloza. Sí, en cambio, sabía que Rosario Vera había tenido un rol protagónico en la creación del museo porque, entre otras cosas, cada vez que nos acercábamos a las mesas con enormes mapas en relieve de la Argentina, nuestras maestras nos decían: ¡Cuidadito con tocar que todas estas cosas las hizo la señorita Rosario! De hecho, esa maestra ejemplar fue la creadora del Complejo Museológico de la escuela.
Era, aunque por la descripción no lo parezca, una institución estatal. Mis padres, fanáticos de la educación pública, no hubiesen considerado otra alternativa. Era –es– lo que el inmigrante benefactor que donó los fondos para su construcción había querido: "un palacio para los niños".
Ahí, entre otras cosas no menos importantes, empezaron a enseñarme a amar a mi patria. 
Cada vez que escucho esta canción recuerdo con cariño y orgullo mi primera escuela: el Instituto Félix Fernando Bernasconi. 



Rosarito Vera, maestra. Mercedes Sosa
Biografía de Rosario Vera Peñaloza

1962
Esperaba cada sábado para verlos en la tele. Un rato antes de las 20.30, iba a mi cuarto y me cambiaba la ropa "de estar en casa" por ropa "de salir". Me apuraba porque no quería perderme nada de lo que pasaba en la pantalla. Bailaba junto con ellos desde que empezaba el programa hasta el último minuto. Me ponía triste cuando se terminaba porque sabía que tendría que esperar toda una semana para volver a verlos. Como uno de ellos era vecino del barrio, mi mamá y mi abuela me lllevaron hasta la casa. Tocamos el timbre y se asomó la mamá.
–Un momentito, nos dijo. Y de inmediato se dio vuelta y lo llamó con un grito por su nombre, que no era el nombre que yo le conocía.
Un instante después apareció, con cara de dormido/cansado/aburrido. Me dedicó una sonrisa y me pellizcó cariñosamente el cachete. Desde entonces, lo detesto.




El club del clan, fragmento de la película.

1967
Su voz me hacía temblar. Sabía todas sus canciones. Tenía todos sus discos. Tanto me gustaba, que mis papás compraron entradas para que fuésemos a verlo al teatro. El era "aquel", él no era nada sin Laura... él se llama Raphael.



Yo soy aquel. Raphael

1972
Moría por ellos. Los seguía a todos lados para ver una y otra vez el mismo bíblico concierto. Desde la primera fila, sufría esa falsa proximidad porque quería estar ahí, arriba del escenario, y ser parte de eso. Me parecía que nada en el mundo podría superar su música y sus letras. Nunca volvió a pasarme con ninguna otra banda. Ellos se quedaron con todo mi fanatismo y mi pasión.


Génesis. Vox Dei

1975
Esa música era light, bailable, romántica, para apretar un rato en la penumbra del club. Pero, sobre todo, para no pensar. Porque era mejor no pensar. Era mucho mejor quedarse en la seguridad de la burbuja, en los fines de semana de rugby, hockey y fiesta. Era mucho más cómodo mantenerse en ese corredor ajeno a la realidad donde todos éramos iguales, con los mismos jeans comprados en la Galería Internacional, con las mismas remeras del pingüino o del cocodrilo. Ellos, todos con las mismas botas; nosotras, con las mismas plataformas de corcho. Para bailar como si nada pasara.



Negra no te vayas de mi lado. Banana

A mi papá siempre le gustó cantar. Y lo hace muy bien. Cuenta la leyenda –la leyenda es, en este caso, mi mamá– que mucho antes de que yo naciera, en sus correrías nocturnas, los amigos le pedían que cantara y él se negaba no porque quisiese hacerse rogar sino porque sabía que, de hacerlo, no podría dominar la emoción ni contener las lágrimas ni evitar que su voz se quebrara. 
Sin embargo, nada de eso parecía sucederle conmigo. Cada noche me acunaba y me cantaba hasta que me quedaba dormida. Por cierto, jamás me cantó canciones infantiles sino las que a él le gustaban, las que estaban de moda. Mi canción de cuna preferida, la que más marcó mi infancia, fue Recuedos de Ypacaraí. Por supuesto, el significado de la letra era un misterio para mí y con frecuencia interrumpía el canto de mi papá con preguntas como "¿Qué es plenilunio?". ¡Y ni qué hablar de la curiosidad que me causaban términos como "cuñataí" o "guaraní"!
Muchos años después, en 1998, pasé un fin de semana en San Bernardino, junto al lago de Ypacaraí. Y entendí todo.



Recuerdos de Ypacaraí. Trío Los Panchos

Tengo suficientes años –y una memoria que a veces es insoportable– como para recordar sucesos trágicos que en su momento conmovieron al mundo. Los que más marcaron mi infancia fueron los asesinatos de John y Robert Kennedy y el de Martin Luther King, y el suicidio (?) de Marilyn Monroe. Cuando ya era grande, el 8 de diciembre de 1980, me despertó la noticia de que John Lennon había sido baleado de muerte frente al Dakota Building, un edificio que ya era relativamente célebre porque la acción de la novela de Ira Levin, El bebé de Rosemary –y de la película del mismo nombre–, transcurría en esos departamentos.
Muchas veces me pregunté qué habría sucedido si alguno de esos acontecimientos hubiera tenido lugar en tiempos de internet. Por ejemplo, en vez de la imagen desesperada de Jackie sobre su marido agonizante, habríamos visto miles de videos tomados desde todos los ángulos posibles. Es muy probable que los problemas de Marilyn con las drogas hubiesen sido publicados a diario en las páginas de chismes del espectáculo, forzándola a internarse para una rehabilitación. Seguramente alguien habría podido plasmar para siempre el momento en que John caía herido frente a la puerta de su casa. Pero éstas son sólo hipótesis.



Starting over. John Lennon

Alrededor de 1980, esta canción hizo furor. Y bailar lambada era casi el colmo de la osadía. Sin embargo, yo la recuerdo por una anécdota muy diferente.
Estaba con parte de mi familia pasando un fin de semana largo en las Cataratas del Iguazú y entre las excursiones típicas del circuito se encontraba la visita a Ciudad del Este, allí donde se podía comprar todo tipo de mercadería de dudoso origen pero con etiquetas de renombre –igual que ahora en La Salada– a precios de baratija.
Ibamos en un micro medio destartalado que, después de un rato de andar en el precario camino de tierra colorada, se detuvo junto a varios colectivos más en una no menos precaria terminal. Nos pusimos de pie y empezamos a descender de manera medio desordenada. Entonces, un enjambre de chicos descalzos se abalanzó sobre nosotros gritando a voz en cuello:
¡A los forros musicales con la lambada, lleve los forros musicales con la lambada!



Lambada. Kaoma

Algunos años atrás, yo estaba pasando por una etapa medio negra –si la mirabas con un solo ojo– y mi hija, de regreso de un viaje a Estados Unidos, trajo todos los discos que, hasta ese momento, tenía editados Coldplay. Los había visto en vivo y estaba fascinada. Las siguientes semanas las pasamos escuchando sus canciones a toda hora, ella mientras recordaba con alegría el concierto y yo, entre lágrimas porque mi vida no iba a ningún lugar.
Tiempo después, cuando ya había empezado a salir del infierno, escuché este tema y Coldplay dejó de estar asociado a ese sentimiento horrible de angustia, a la tristeza y a la frustración.
Viva la vida es para mí un canto que celebra la curación de una grave enfermedad emocional.




Viva la vida. Coldplay

Vinieron a conocer mi nueva casa. Ya estaban en medio de la vorágine de preparativos para el casamiento. Con la incertidumbre propia de la cuenta regresiva. Con los nervios que provocan peleas innecesarias. Con ansiedad. Con alegría.
–Tía, me dijo Pablo, ¿nos ayudás a elegir la música para la iglesia?
–Pero mirá que queremos algo que tenga significado para nosotros, se apuró a aclarar Andrea.
Después de un rato de deliberaciones y búsquedas, surgió "la" canción para la entrada. Marcamos cómo debían ser los movimientos, cada paso acompañado por la música. Nos reímos, nos emocionamos y brindamos.
Todavía quedaba el trabajo más difícil: que el cura aprobase la canción. 
Hace un par de meses, Andrea entró en la iglesia tal como lo habíamos planificado esa noche.


Bendita tu luz. Juan Luis Guerra y Maná

Yo tendría alrededor de quince años cuando Claudia Sánchez y Nono Pugliese recorrían el mundo filmando comerciales para L&M. De todos los lugares maravillosos que mostraban en menos de un minuto, el que me fascinaba era Portofino. 
Una noche, mi papá y yo estábamos mirando televisión. El me vio extasiada frente a las imágenes de esa bahía casi de juguete. 
–¡Ay, papá, cómo me gustaría que fuésemos a Portofino!, suspiré.
–Hija, me respondió con dulzura, no sé si yo alguna vez iré pero estoy seguro de que vos sí vas a ir. Prometeme que cuando estés ahí te vas a acordar de mí y de esta noche. 
Quince años más tarde llegué a Portofino. Por supuesto, en lo primero que pensé fue en mi papá. Recién un rato después, cuando me sequé las lágrimas, pude ver la playa minúscula, los trompe-l'oeil que decoraban las fachadas de los edificios, los barcos descansando en el agua de a ratos verde, de a ratos azul. Sentí el aire limpio en mis mejillas, el encanto de esa ciudad mínima. Caminé un rato por la rambla, perdida entre la gente. 
Volví a Europa varias veces. Nunca quise volver a Portofino.

La foto es una captura del comercial. 
No siempre es posible incluir los videos, pero si quieren verlo, el comercial entero –y todos los demás de la serie– está acá.

Contra la norma no escrita, seguida por la mayoría de los artistas internacionales, de evitar las presentaciones en la Argentina mientras gobernase la dictadura, Queen llegó al país en 1981. Había que verlos. Había que estar ahí. Había que saltar y cantar y gritar hasta quedarse sin voz. 
No importaba atravesar una ciudad militarizada. No importaba recorrer calles habitualmente vacías. No importaba regresar a casa muy tarde, cuando el ambiente enrarecido se notaba aún más que durante el día.
Llegué al estadio de Vélez muy temprano, con tiempo para buscar un buen lugar en el pasto. Eramos muchos. Cayó la tarde, se hizo de noche. Parecía que el tiempo no pasaba. Cruzábamos miradas expectantes. En un momento nos paramos y empezamos a aullar. Entonces, apareció la banda y el escenario se iluminó a pleno.
Bailamos furiosamente, los cuerpos chocándose unos contra otros. Los codos, los pies, las cabezas, los corazones, las almas. Todo agitado, conmovido, sacudido.
Cuando Freddie lanzó su "Can... anybody find me..." el estadio volvió a estallar. 
Eramos miles de personas moviéndonos como una vibrante marea. Ondulando con la música. De pronto, algo me sustrajo del latido colectivo. Un abrazo interminable con un beso infinito que duraron lo que duró la canción de una banda que, para mi agradecimiento y beneplácito, se caracterizó porque sus canciones eran larguísimas. 
Tuve, durante el resto del concierto, la sensación de ser a la vez parte de la multitud y única en la multitud. Todo transcurrió sin palabras porque era imposible escuchar otra cosa que no fuese la música. Desapareció de mi vista cuando empezó a sonar "We will rock you". Nos desencontramos. El piso temblaba. Nunca supe ni siquiera su nombre.
Lo perdí, me perdí, nos perdimos. Para siempre. 


Somebody to love. Queen

Nos sentábamos en ronda y charlábamos un rato pero enseguida alguien sacaba la guitarra y empezaba la otra ronda, la de canciones. El repertorio era siempre el mismo pero nos parecía que lo reeditábamos cada vez que nos juntábamos a cantar. Casi todos lo hacíamos bastante mal y sólo algunos, los que conservaban un poco el pudor por sus escasas aptitudes musicales, se quedaban escuchando en silencio.
Eran tiempos de facultades cerradas o infiltradas por los servicios de seguridad. Cantar ya era desafiar al "proceso". Cantar las canciones que nosotros cantábamos era mucho más que eso; era tomar posición, era rebelarse, era reivindicar la libertad, era denunciar lo que todos callaban: la tortura y la muerte.
La mayoría de nosotros militaba en la jotapé y sabíamos de otros cantos menos esperanzados, de las tardes en que subrepticiamente nos metíamos en las villas y de las ausencias que día a día se multiplicaban. Frente al miedo y a la clandestinidad, nos dábamos valor con mates o con vino tinto. Nuestros eternos compañeros eran los volantes mimeografiados que hacíamos circular con discreción.
Creíamos que la paz era posible. Creíamos que éramos pequeños héroes luchando contra un gran poder. Creíamos que podíamos cambiar el mundo. Creíamos que venceríamos.



We shall overcome. Joan Baez

Sentirse bien no es fácil. Pero da el mismo trabajo que sentirse mal.
Me costó años salir del círculo del malestar. Todo debía ser cuestionado. Todo tenía que pasar por la razón, ese artilugio que suele traicionar al corazón con estocadas certeras. Todo tenía un lado malo que opacaba el brillo del lado bueno.
Un día entendí el mecanismo del perro que se muerde la cola, del paisano que cava el pozo alrededor de sus pies. Insisto: no es fácil. Sin embargo, no es imposible. Consiste apenas en comprender que no hay bueno ni malo, que todo es parte de una cadena de acontecimientos que, pretenciosamente, llamamos "mi vida".




Hakuna matata. Elton John
De la banda de sonido de "El rey león".


Nos separamos en silencio porque eran tiempos de silencio. Y todo quedó detenido ahí. Como una fiesta al aire libre que tuvo que ser suspendida por lluvia. Yo huí al anonimato de la ciudad grande. La mayoría se quedó en el pueblo y aunque los separaban apenas unas cuadras, nunca se sentaron ni siquiera a tomar un café. Muchos años después volvimos a encontrarnos. Parecía que retomábamos un vínculo congelado en el tiempo y que había llegado el momento de concretar esa celebración inconclusa.
Todo era alegría. Todo fue alegría por un breve lapso. Un intervalo glorioso en el que descubrimos que la vida nos había castigado y recompensado por igual; en el que nos reímos de nosotros mismos; en el que rescatamos aquellas cosas que quedaban de los que habíamos sido treinta años atrás. Y fuimos, por un rato, todos para uno y uno para todos.




All for love. Bryan Adams, Sting, Rod Stewart.
Tema musical de la película "El hombre de la máscara de hierro".


There are only four questions of value in life:
What is sacred?
Of what is the spirit made?
What is worth living for?
What is worth dying for?
The answer to each is the same - only love.

Don Juan de Marco




Sin historias, el parlamento de Johnny Depp que acabo de transcribir es maravilloso.

Have you ever really loved a woman? Bryan Adams.
Tema musical de la película "Don Juan de Marco".


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