Todo puede cambiar. De un día para el otro, de un momento para el otro. Lo que está adentro de un círculo puede estar afuera. Lo que está arriba de nuestras cabezas, abajo. Lo que era blanco puede ser negro y lo gris, desaparecer.
El fluir incesante de la vida nos desafía a la permanente transformación y nos muestra, con sus repetidas variaciones de rumbo y de densidad, que debemos ser flexibles y dinámicos.
Nada, salvo el movimiento, es seguro. Nada, salvo el no saber dónde estaremos al despertar, puede ser considerado una certeza. Quieta aquí, me estoy moviendo. Al abrir los ojos en mi cama, sé que he viajado durante toda la noche y que el cuarto en el que despierto no es el mismo en el que me dormí.
Quien no esté dispuesto a cambiar, queda estancado. Puede trabarse en un recodo o tomarse de una rama por miedo a dejarse llevar. Quien no esté dispuesto a cambiar se convierte en un punto lejano que dejamos atrás, a veces con tristeza, otras con indiferencia. Lo que prueba, una vez más que el tiempo no es tiempo sino espacio.



Bittersweet Symphony, The Verbe

Esta pieza musical tiene sobre mí un efecto casi mágico: sintoniza con mis emociones, no importa cuáles sean, y las potencia. Si estoy triste, rompe todos mis diques de contención y me hace soltar el llanto que se anuda en mi garganta. Si estoy alegre, transforma la felicidad en epifanía, en una suerte de plenitud extática.
Cada persona tiene características particulares. Entre las mías se cuenta la austeridad emocional. Bajo la aparente calma de mi transcurrir tienen lugar bellísimas tormentas emocionales que rara vez ven la luz y que, por lo tanto, casi todos desconocen. Algunos piensan que soy fría, de un racionalismo a ultranza, desafectivizada. Son pocos los que saben leer en mí lo visceral tras lo apacible, lo sanguíneo tras lo mental, lo rebelde tras lo correcto.
Sé que en mi naturaleza no sólo está lo que se ve. También me habita lo que, aun desde el silencio y la quietud, se manifiesta frente a mis ojos como una explosión apasionada que este Canon de Pachelbel siempre amplifica.



Canon en Re mayor, Pachelbel.

Hubo un tiempo de fiestas de disfraces.
Podía elegir ser ridícula. Pero era demasiado joven e insegura.
Una pena, porque –hoy creo– hay pocas cosas más divertidas y gratificantes que hacer reír a los demás. Y, para eso, es condición necesaria saber reírse de uno mismo.
Con el tiempo aprendí a hacerlo. Y si bien aún tengo mis limitaciones, me di cuenta de que al mostrar ese costado de mí, quienes están alrededor se relajan y, en la mayoría de los casos, son capaces de mostrar también sus propios costados vecinos al ridículo. Para reírnos juntos. Unos con otros y no unos de otros.
¿Y por qué esta canción? Porque tiene un nombre ridículo, porque es el tema central de una película ridícula, porque invita a bailar de manera ridícula y porque despierta mis ganas de hacer el ridículo.



The Shoop Shoop Shoop Song (It's in His Kiss), Cher

 Ok, lo acepto. Uno siempre vuelve sobre las mismas cosas. Una vez que se definen nuestros intereses, los míos en este caso, los temas que captan nuestra atención se tornan recurrentes, vuelven a nosotros.
Por un lado, retomo el tema de las baladas de bandas que no hacen baladas.
Por otro, regreso a un tópico que siempre está conmigo: la memoria y, por extensión, el olvido.
Sin razón aparente, esta canción me pone en contacto con el placer de reflexionar sobre el recuerdo.
Eso que llamamos memoria no es otra cosa que nuestra capacidad de construir un relato de una situación que, aunque la hayamos vivido, será distinta, será otra, será presente cada vez que la contemos o nos la contemos.
¿Por qué no pensar que cada día somos "nuevos", otros, sin historia y sin más futuro que el lapso que existe entre el despertar y el volver a dormir? ¿Por qué no abrazar la idea de que si no hay historia no hay tiempo y si no hay tiempo no hay finitud? ¿Por qué no pensar que esa pequeña ausencia que es el sueño nos deja nuevamente en estado de tabula rasa sobre la cual inscribir, cada día, una biografía inédita? ¿Por qué no creer que es la sucesiva repetición de esa vida inventada la que crea nuestra realidad presente?
Nací el 14 de diciembre, fui al colegio Bernasconi, viví en Hurlingham hasta los 21 años, me gusta la mermelada de naranjas. Todas estas afirmaciones sólo tienen incidencia en mí si las recuerdo, si las traigo al ahora con mi relato. Si me entrego a ellas. Si las hago mías. O si dejo que me atrapen para siempre en el territorio de la certidumbre. Ese territorio que aniquila toda posibilidad de seguir creciendo.



I don't wanna miss a thing, Aerosmith

La primera vez que caminé por New York esta canción ya era vieja. Sin embargo, no pude dejar de recordarla. ¡Fui tan feliz en ese viaje! Es cierto que podría pasar mi vida viajando. Es cierto que una de las cosas que más rápido y mejor hago es una valija. Es cierto que así como no me causa ninguna ansiedad partir, tampoco es la melancolía lo que me empuja a volver.
Aquella vez terminaba el otoño. Los días eran frescos y cortos. Demasiado cortos para mis ganas de pasear, caminar, explorar y descubrir.
Me perdí entre la gente. Conocí lugares que los turistas no frecuentan. Miré a mi alrededor con esos ojos de Bette Davis que no le pertenecen a Bette Davis –tal como dice la canción– sino a una mujer segura de sí misma, llena de energía y que, indudablemente, no es una extranjera.
Cada paso que di en esa ciudad, cada calle que transité, cada imagen y cada gesto que advertí todavía, después de tantos años, están en mi corazón y en mi cabeza. Se transformaron en parte de mí y me transformaron para siempre.



Bette Davis eyes, Kim Carnes

Estoy lejos de Buenos Aires. Acá, bajo este cielo, el horizonte es casi interminable. Desde un séptimo piso, las líneas luminosas del trazado urbano se pierden lejos, mezclándose con la cintura de árboles que envuelve la ciudad. Más lejos aún, la meseta grisácea. El viento, aunque hoy es suave, reseca la piel, agrieta los labios, desata la sed. 
Demasiado espacio, demasiado cielo, demasiado aire.
Demasiado desamparo para lo que soy: un verdadero, original, auténtico bicho de ciudad.



Bicho de ciudad, Los piojos

Desde muy chica, lo que hoy llamamos "clima social" me afecta intensamente y me provoca desde tristeza hasta síntomas físicos. En distintos momentos de mi vida, padecí de formas variadas ese "clima social" que en la Argentina suele ser tormentoso. Entre junio y julio de 1974 –periodo durante el cual, entre otras cosas, murió el entonces presidente Juan Domingo Perón–, una afección hepática me mantuvo encerrada en casa más de treinta días.
Una de las pocas personas que venía a visitarme era M. que estaba muy enamorado de mí y se exponía constantemente a mis desplantes. Uno o dos días después de la muerte de Perón, M. trajo bajo el brazo Let it be de Los Beatles. Era un gesto desmesurado porque jamás nos hacíamos regalos. Pero él apostaba fuerte. Y yo estaba débil, en la cama, triste y enferma, así que lo recibí con agrado y, casi diría, con emoción. Sin embargo, no tanto agrado ni tanta emoción como para acceder a alguna de las aspiraciones de M.
Ese disco pasó a ser una parte importantísima de mi vida. Además de escucharlo, cantarlo y bailarlo, yo, que siempre hacía "cosas raras", destrocé la tapa y con ambas portadas forré la carpeta que llevé al colegio desde entonces hasta el último día de quinto año. 
Aunque soy la persona menos "guardadora" que conozco, todavía conservo esa carpeta.
Unos cuantos años después de ese julio de 1974, M. y yo tuvimos una cortísima relación. Por misteriosos motivos de traducción, en la contraportada del disco Get back se llamaba Toma revancha. Eso fue lo que hizo M.: después de unos besos y unas caricias, vino un mayúsculo desplante, esta vez de él hacia mí. Y, para que no me quedaran dudas, me lo dijo.



Get back, The Beatles

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