Desde muy chiquita me gusta la noche. Pero no es simplemente la noche como momento lo que me atrae sino, más bien, la idea de la noche y todo lo que viene con ella: la oscuridad, el misterio, lo oculto... 
Cada vez que tengo oportunidad miro al cielo nocturno con fascinación. Ahí está la inmensidad de lo desconocido. El movimiento eterno de lo que parece quieto. El reflejo de una luz viajera que ya no viaja y ni siquiera es luz porque hace tiempo que no existe. 
El cielo de la ciudad exige del espectador paciencia. Las estrellas más grandes van dejándose ver de a poco, como si se asegurasen que su brillo no va a ser devorado por las luminarias urbanas, como si no quisieran competir con ellas. El espacio a nuestro alrededor es bastante plano. La luna es reina y señora de las noches.
El cielo del campo es muy diferente. La profundidad de la bóveda celeste y la cantidad de estrellas nos acercan a la idea de infinito. Lo inconmensurable, lo inatrapable surge ante nosotros, majestuoso. Aquello que en la ciudad aparecía plano en el campo adquiere tres dimensiones. Advertimos que hay estrellas que están más cerca y otras que están más lejos. La Vía Láctea se muestra ante nuestros ojos como una franja luminosa. La luna comparte el protagonismo con todos los otros astros. 
El cielo también es conmovedor en noches tormentosas o nubladas en las que las nubes se recortan en grises rojizos o azulados, plomizos y brumosos. 
La noche me hace consciente de mi respiración y de mis latidos. La noche despierta mis instintos. La noche desata la más mía de todas mis voces.
Amo la idea de la noche. Y esta canción, para mí, es una canción de amor al misterio de la oscuridad.


Kiss from a rose. Seal

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