D. tocaba la guitarra y cantaba. Obvio que, a los ojos de las chicas, un tipo que toca la guitarra y canta tiene alguna ventaja frente a los que miran, algo así como un plus que lo transforma en winner, lo hace más alto, más buen mozo, más sensible, más inteligente, más seductor... y más histérico. 
D., además, no era un "rasgueador" de esos que tocan la que todos sabemos para que los acordes básicos se pierdan entre los gritos del improvisado coro. No, D. tocaba en serio. Punteaba bonito, se enojaba cuando los acompañantes desafinábamos e inocultablemente se le inflaba el ego al percibir que todas suspirábamos por él.
C. moría por D. hasta el límite de la angustia. Yo, más dispersa, oscilaba entre él y un par más pero de buen grado habría aceptado sus miradas, algún que otro beso y la osadía de una caricia robada. Pero D. no cedía. Como una verdadera estrella, era hermético en cuanto a sus verdaderos sentimientos, como si sintiese que se debía a ese público de colegialas románticas. Como una verdadera estrella entendía que la magia reside en el misterio. Y era reservado y misterioso.
Esta canción era el caballito de batalla de D. La que no tocaba hasta escuchar las súplicas de las chicas, la que postergaba mientras los otros varones del grupo juntaban envidia y rabia, la que después soltaba con voz segura, igualita a la versión original.
¡Ah, me olvidaba!... D. se quedó con P.


Los juguetes y los niños. Vivencia.

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