Soy, por decirlo de alguna manera, "impar". Cuando apenas tenía uso de razón, ya quería ser lo que soy hoy. Antes de aprender a andar en triciclo aprendí a leer y escribir. Cuando otros chicos y chicas jugaban, yo leía libros "de grandes". Cuando mis compañeros de la escuela primaria iban a misa yo hacía un piquete en la puerta de la iglesia. Cuando mis compañeras de la secundaria intercambiaban historietas de Archie, yo me zambullía en "Arbol de Diana".
Durante mucho tiempo me costó horrores admitirlo. Después me costó asumirlo. Más tarde, me costó sostenerlo. No era tanto por mí como por los que me rodeaban. Porque el entorno nunca quiere que estemos fuera de escala o fuera del molde o más allá de la media normal. Y nos quiere así porque es más fácil, porque no complica. Entonces, cuando alzás la cabeza por encima del promedio, ¡zas!, viene el hachazo o el "callate, nena" o el "¡siempre lo mismo, vos!" o el cualquier cosa cuya intención es anular, disimular, desdibujar, maquillar o esconder tu singularidad más singular.
Repasando:
Me costó admitirlo porque eso significaba poner distancia con todo aquello con lo que necesitaba identificarme.
Me costó asumirlo porque –"nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio"– implicaba un camino sin retorno.
Me costó sostenerlo porque la persistencia venía de la mano con la soledad.
Luka y la voz de Suzanne Vega me recuerdan a esa adolescente que fui. La que resultaba atractiva por ser tan diferente; la que, en el fondo y en silencio, sufría por no ser igual a los demás.


Luka, Suzanne Vega

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