Creemos que sabemos, creemos que crecimos, creemos que maduramos hasta que chocamos con los mismos hábitos que nos dañaron, con los mismos vínculos enfermos, con los mismos vicios del hacer que aplastan nuestro ser, con los mismos viejos errores.
Lo hiciste bien o lo hiciste mal o no lo hiciste o lo hiciste cuando no deberías haberlo hecho. Caminos que no llevan a ningún lado. Recorridos en círculos esperando una mirada de aprobación; alguien que te ponga una mano en el hombro para alentarte o una mano en el pecho para detenerte. Y no vamos a ningún lado porque no hay dónde ir. Y la mirada de aprobación no llega, o llega pero ya no tiene sentido. Y no hay mano que te aliente como no hay mano que te detenga. 
El camino es una escalera de caracol desde donde todo se ve siempre igual pero siempre es diferente. Entonces creemos que estamos subiendo, avanzando, progresando, triunfando. Hasta que necesitamos el zapato un número más grande porque el otro quedó chico, o hay que ampliar la casa, o el traje no nos cierra. La estructura no sostiene y debe ser destruida para construir otra. 
Y uno puede quedarse ahí con el zapato apretado, la casa abarrotada o el traje inocultablemente estrecho... quedarse en la estructura con la ilusión de la estabilidad y la intuición del estallido en ciernes... quedarse inmóvil, como muerto, para que lo que nos ahoga no nos duela. 
O también puede deshacerse de lo viejo, cortar las ataduras y desplegar las alas en un vuelo incierto. Y crecer una vez más sabiendo que no será la última. Y volver a equivocarnos porque el error es parte del logro. Y ponernos fuera del alcance de las miradas de aprobación y desaprobación (o quedarnos a su alcance pero que no nos importe). Y desconocer el paisaje y las caras y los gestos. Y vivir. Sólo vivir. Aunque lluevan sapos.
 

Wise up. Aimee Mann – Tema de la película Magnolia.

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